Imágenes del acto de Raúl Alfonsín en 1982.
Un día como hoy, en 1982, el radicalismo hizo el primer acto público después de seis años, tres meses y diecinueve días de silencio impuesto por la dictadura. Esa acción audaz obligó a levantar la veda.
Una amplia mesa daba la bienvenida a los que se animaron a ir hasta la Federación Argentina de Box. El lado A de la expectativa militante era anotar los teléfonos particulares o laborales de los jóvenes que llegaran. El lado B, parar a los posibles infiltrados y provocadores.
No había teléfonos celulares, ni correos electrónicos. Había un hombre, se llamaba Raúl Alfonsín y tenía 55 años. Ese viernes 16 de julio hablaba y el microestadio de Castro Barros 75 se empezó a llenar a borbotones.
No fue un año más y ese mes la taba se dio vuelta definitivamente. Reynaldo Bignone entró en lugar de Leopoldo Fortunato Galtieri y comenzó a desandar el fin de los años crueles. Malvinas había demostrado que ─dispuestos al combate─ tampoco servían para eso.
La inflación galopante devoraba el salario y las quiebras habían aumentado el 132 por ciento en un mes. José María Dagnino (sí, se lee dañino) Pastore en Hacienda, y Domingo Cavallo en el Central, bailaban al compás del dólar paralelo que bordeaba los 60 mil pesos; mientras que el del Banco Nación fluctuaba debajo de los 40 mil.
Las pizarras de las casas de cambio de la city porteña se servían en el menú informativo del mediodía televisivo.
El alfonsinismo quería cargarse a los personeros de la vetusta UCR del “modelo camaleónico clásico”, como define uno de los protagonistas de esos días. Sentían que diez años después de la derrota con Ricardo Balbín, esta vez no se les podía escapar. Había llegado el tiempo de la batalla limpia y de las elecciones libres, sin los sin los dos líderes que habían sellado la paz en el abrazo de Gaspar Campos.
Con Perón y Balbín fuera, era el tiempo de Alfonsín.
Los jóvenes radicales de la Coordinadora porteña no sumaban mucho más de un centenar y con eso salieron al ruedo. Un volante cargado de amateurismo llamó al primer acto público, bajo la consigna “Que nos devuelvan el país”, y agregaba “convocamos ya a la juventud para conquistar el futuro”. Las firmas del Movimiento de Renovación y Cambio, la Junta Coordinadora Nacional y la Franja Morada completan el combo al pie de la invitación.
volante del primer acto político en medio de la dictadura.
La Policía Federal Argentina aún agitaba el fantasma del art. 183 del Código Penal, con penas de prisión de un mes a dos años. Repartir una publicación, pintar con aerosol una pared callejera, pegar una aficheta o una oblea adhesiva, era jugársela.
Podías terminar demorado, preso o quedarte sin libreta ni carrera universitaria. El “no te metás” había ganado su batalla cultural por knock out.
Una delegación de Madres de Plaza de Mayo con sus pañuelos blancos y familiares de detenidos-desaparecidos llegó temprano y se ubicó frente al escenario. El clima creció minuto a minuto y la idea de tomar nota de los nombres de quienes asistían se cayó.
La mesa terminó a un costado, el pasillo parecía aún más angosto y los militantes -montados sobre ella- alentaron el ingreso de la marea de gente. “Se va a acabar, se va a acabar… la dictadura militar”, marcó el ritmo de los que iban llegando.
Los diarios porteños de mayor tirada publicaron que hubo cinco mil personas; las coberturas internacionales, ocho mil, y uno de los que crecía en ventas en los barrios populares, inició su nota con “Más de diez mil”.
Todos coincidieron en la preeminencia juvenil de la concurrencia. Ninguno hizo tapa, no tuvieron real dimensión de ese día.
La mayoría de los que pudieron entrar y de los que quedaron fuera nunca habían escuchado a Alfonsín, tampoco habían concurrido a un acto partidario. Sin embargo, tenían denominadores comunes.
Los más grandes sintonizaban la primera mañana radial de Magdalena Ruíz Guiñazú que criticaba sin titubeos al elenco gobernante. Miraban Nosotros y los miedos, el ciclo nocturno de unitarios que analizaba los problemas cotidianos, con un gran elenco: Aldo Barbero, Ricardo Darín, Graciela Dufau, Cristina Murta, Ana María Picchio, Rodolfo Ranni, y Olga Zubarry, entre otros.
Venían de ver la recién estrenada Plata dulce, última película de la factoría Ayala-Olivera. Y reservaban Humor, para leer los reportajes de Mona Moncalvillo y devorarse los análisis de Enrique Vázquez.
Con el respaldo de haber atravesado sin flaquear la efervescencia estudiantil setentista, Marcelo Stubrin fue el encargado de abrir con su discurso el camino a la democracia. Cuarenta años después, reconstruye los llamados y las amenazas que recibió desde la Rosada.
Bignone había anunciado que iba a levantar la veda que prohibía toda actividad política, pero la firma se hizo esperar. Un par de altoparlantes ubicados en las afueras debían replicar la palabra de los oradores. Su colocación fue eje de la disputa minutos antes del comienzo. Hoy reconoce la tensión creciente y asegura que, al entorno presidencial, “los descolocó la audacia de llevarlo a cabo, a pesar de todo”.
“El acto los obligó, caso contrario, había ilegalidad manifiesta”, subraya con su artillería verbal característica.
El personal uniformado de la Federal, superado por la masiva concurrencia, solo atinó a cortar el tránsito entre Don Bosco y Rivadavia. Desde sus autos sin identificación, personal de distintas estructuras de inteligencia se dedicó a fotografiar a la concurrencia (un viejo mecanismo de amedrentamiento). Otros tantos ingresaron y se mimetizaron en las tribunas, su falta de entusiasmo los delataba.
El discurso de Raúl Alfonsín
Raúl Alfonsín en el acto en la Federación de box.
Stubrin comenzó rindiendo homenaje a los muertos y desaparecidos e invitó a “derrotar a la muerte que se ha enseñoreado sobre la Nación”. Lamenta no tener ni una solo foto de esa noche iniciática y confiesa que “lo único que quería era terminar”.
Sabía que la gente había venido a escuchar a Alfonsín y que nadie tenía muy en claro cómo iba a salir de ahí. Reconoce que lo sorprendió la poca gente que conocía cuando empezó a mirar hacia las tribunas. Hoy tiene la certeza que “mucha gente que fue activa y relevante en la política argentina se incorporó a la militancia ese día, en ese mismo acto”.
También julio fue el mes en que se desencadenó el fracaso futbolístico de España. Un Diego Maradona de barba tupida y un Menotti que no le encontró la vuelta. Íbamos por la segunda copa del mundo. Volvimos con tres derrotas en cinco partidos. Nada le salía bien a la Argentina de esos días.
“Estructurado, reflexivo, programático, profundo e inteligente”, así rememora Stubrin a un Alfonsín encendido que, pasadas las ocho de la noche, arremetió con un extenso discurso enfundado en un traje gris oscuro de tres piezas y corbata azul con diminutas líneas doradas en diagonal, anudada al cuello de su camisa blanca.
Con la voz en alto, alertó sobre la posibilidad de que se consumara “un fraude gigantesco para permitir el acuerdo entre las cúpulas militares y civiles responsables del fracaso”.
A su vez, afirmó que “solamente la creación de un claro liderazgo democrático, dispuesto a enfrentar con valentía los problemas nacionales, resueltamente convocante y puesto al frente de un proceso de transformación social, puede resolver el problema de la necesaria supeditación de las Fuerzas Armadas al poder civil”.
Y agregó que “los militares deben dejar de ser víctimas de una minoría que los utiliza como brazo armado de un esquema de dominación social”.
También le habló “a la mujer argentina, que ha sufrido el dolor reiterado de ver a sus hijos reclutados por la guerrilla, castigados por la represión o conducidos a la guerra o a la humillación de la derrota”. Y criticó “esta Argentina decadente y corrompida que ha determinado que ser joven es un delito”.
Había un agregado generacional de pibes y pibas que a la UCR se le habían escurrido con el frondizismo. Alfonsín lo entendió instantáneamente, los convocó a la epopeya de la reconstrucción para que “sean los grandes renovadores de las ideas”.
“La democracia moderna necesita sindicatos fuertes, capaces de hacer valer los derechos de los trabajadores, independientes del gobierno, de las empresas y de cualquier parcialidad política”, añadió el retador, que arrancó aplausos cuando apuntó sus dardos contra la burocracia sindical.
“Mi programa es la Constitución”, repetía Hipólito Yrigoyen como un mantra. Finalmente, cincuenta años más tarde, el líder de Renovación y Cambio proponía como tarea básica defender los postulados del preámbulo de la Constitución Nacional. “Ya teníamos un nuevo Alfonsín, uno que arrancó para no detenerse más”, sintetiza Stubrin.
El moscato, las gaseosas, las porciones de muzza y fainá de Tuñin, la pizzería de la esquina, fueron mudos testigos de los intercambios telefónicos que parieron comités en las más diversas zonas de la ciudad y el conurbano. Había hambre de ser protagonistas y de abonar el camino de un hombre que acababa de conmoverlos como nunca nadie lo había hecho.
Sin calendario electoral previsto, ahí mismo nacieron amistades, amores y lealtades incondicionales que aún perviven. Todas mancomunadas en el sueño de ver a Alfonsín presidente.
La recuperación de la democracia definitiva, las libertades públicas, y la alternancia sin proscripciones que llegó en diciembre de 1983, comenzó a gestarse un año y medio antes en el porteño barrio de Almagro. Una generación de jóvenes envalentonados iniciaron el camino de la campaña del hombre que hacía falta y que hasta ese día solo parecía el actor principal de una utopía irrealizable.
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