La representación más conocida de la muerte de Manuel Belgrano el 20 de junio de 1820.

La muerte de Belgrano pasó inadvertida y, de algún modo, marcó el final de una época. Como anota la historiadora Noemí Goldman “con la caída del poder central en Cepeda se disolverá el Congreso de Tucumán y la autoridad que él había impulsado —la figura del Director Supremo de las Provincias Unidas, como Pueyrredón y luego Rondeau— mientras surge una nueva entidad política, la provincia de Buenos Aires. Se disgrega la antigua estructura virreinal”.

Triste funeral, pobre y sombrío, que se hizo en una iglesia junto al río, en esta capital al ciudadano, brigadier general Manuel Belgrano”, escribió el sacerdote Castañeda en su periódico, “El despertador teofilantrópico”. En junio de 1820, fue el único diario que lo recordó, en una ciudad temerosa por las tropas del caudillo santafesino Estanislao López y el entrerriano Francisco Ramírez, mientras tres gobernadores se disputaban el poder. Uno de los gobernadores era Estanislao Soler, apoyado por López y el Cabildo de Luján. El otro era Ildefonso Ramos Mejía, quien ese mismo 20 de junio renunció ante la Junta de Representantes. El tercer gobernador en disputa era el Cabildo de Buenos Aires, que ante la renuncia de Ramos Mejía decidió reasumir el poder.

Belgrano murió a las 7 de la mañana, en la casa de su padre, el comerciante Domingo Belgrano. Tenía 50 años y el hígado destrozado. Como relata Mitre, el abo gado educado en Salamanca, el hombre que había salvado la Revolución de Mayo con las batallas de Tucumán (1812) y Salta (1813), estaba en la miseria. El mármol de la cómoda de un hermano suyo, Miguel Belgrano, se usó como lápida. El ataúd de pino, cubierto con un paño negro y cal, se ubicó junto a la puerta del atrio de Santo Domingo. Belgrano le había pagado a su médico, el escocés Redhead, con un reloj de bolsillo. Otro amigo médico, Juan Sullivan —que haría la autopsia— tocaba el clavicordio para alegrarlo en sus últimas horas. Murió rodeado de frailes dominicos, familiares —como su hermana Juana— y algunos amigos, como Manuel de Castro y Celedonio Balbín.

Aquel “fatídico año de 1820” como lo llamaron quienes lo vivieron, Buenos Aires tuvo en pocos meses una decena de autoridades elegidas por cabildos abiertos, elecciones indirectas y revueltas militares, hasta que en octubre se afirmó Martín Rodríguez, apoyado por las milicias de hacendados como Juan Manuel de Rosas. En abril de 1820 el gobernador era Ramos Mejía y le había pagado a Belgrano 300 pesos a cuenta de sueldos atrasados —más de 13.000 pesos, según los estudiosos— como jefe del Ejército del Perú, un cargo para el que había sido nombrado en agosto de 1816 por el entonces Director Supremo, Pueyrredón.

Como no había dinero en las cajas del Gobierno, Ramos Mejía pagó también con 250 quintales de mercurio —propiedad fiscal— que Belgrano podría vender para “socorrer mis extremas necesidades que no admiten espera”, como le escribió en una carta a la Junta de Representantes porteña. El 26 de mayo, la Junta dispuso que el Gobierno le diera 500 pesos más y el 7 de junio, otros 1.500.

Desde fines de 1816 y hasta setiembre de 1819, cuando renunció por su mala salud, Belgrano estuvo al frente de un ejército de 2.400 hombres y 12 cañones estacionados en Tucumán. Cada vez más enfermo, debía cuidar las espaldas de Güemes, que sostenía el frente norte en Salta contra las invasiones españolas que venían del Alto Perú. También sin dinero, en abril de 1819 le escribía a su sobrino Ignacio Alvarez Thomas: “El ganado no aparece y yo no lo he de arrebatar de los campos, tampoco los caballos que me dice el Delegado Directorial, ni pienso tocar uno que no sea venido de ese modo o comprado. Desengañémonos, nuestra milicia, en la mayor parte, ha sido la autora con su conducta de los terribles males que tratamos de cortar”.

Lejos ya de aquellas penalidades, la segunda muerte de Belgrano —el “figurado entierro” de que habla Rafael Alberto Arrieta— llegaría un año después de su muerte real, el domingo 29 de julio de 1821. Un funeral cívico, modelo para los que se repetirán después, como el de Manuel Dorrego en 1829. Según cuenta Arrieta, desde la mañana el cañón del Fuerte de Buenos Aires disparaba una salva cada cuarto de hora, anunciando que la ciudad estaba de duelo. El cortejo salió de la casa mortuoria a las 9 y llegó a la Catedral al mediodía, porque iba parando en cada esquina. Un armazón que supuestamente llevaba el cuerpo de Belgrano, era cargado por frailes. Los comercios estaban cerrados, la gente se agolpó en la Plaza Mayor para ver la formación de regimientos de línea y artillería, con uniformes de luto.

Cuatro cañones dispararon cuando el cortejo entró en la Catedral, encabezado por el gobernador Martín Rodríguez y sus ministros, entre ellos Bernardino Rivadavia. Allí se veían banderas ganadas a los españoles, iluminadas por velones de cera. Valentín Gómez recordó a Belgrano desde el púlpito, luego de la misa. Y a la tarde, la elite se reunió en la casa de Manuel Sarratea, frente al atrio de Santo Domingo, para un banquete abierto con el brindis de Rivadavia, que propuso una campaña para recolectar fondos y fundar cerca una ciudad, llamada Belgrano.

A la noche siguiente, la actriz Ana María Campomanes dedicó la función en el Teatro Coliseo “al ilustre porteño gene ral don Manuel Belgrano”. Se estrenó una obra patriótica “La batalla de Tucumán”, que siguiendo el estilo neoclásico de la época, mostraba a Belgrano compartiendo el Olimpo con los dioses griegos.

El culto a Belgrano se afirmó en 1873, cuando el presidente Sarmiento inauguró la estatua ecuestre en la Plaza de Mayo. En 1887 Mitre publicó su monumental biografía. En 1903 Roca inauguró el mausoleo en Santo Domingo. Y en 1938, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, el presidente Roberto Ortiz estableció por ley el 20 de junio como Día de la Bandera, creación de Manuel Belgrano, quien hizo una bandera a principios de 1812 usando los colores blanco y celeste conforme a los de la escarapela ya oficializada,​ ya que la bandera oficial finalmente adoptada  fue la que estableció el Congreso de Tucumán -como símbolo patrio de las Provincias Unidas del Río de la Plata- mediante la ley del 26 de julio de 1816, la dividió en tres franjas horizontales de igual tamaño, de color celeste la superior e inferior y de color blanco la central, a la que se le agregó el Sol de Mayo, establecido por la ley del 25 de febrero de 1818. 

Miguel Volonnino        03/06/2020.                      Tapiales La Matanza


Fuentes: Felipe Pigna, "El historiador". 
Abad de Santillán, "Historia Argentina", Tipográfica Editora Argentina, Buenos Aires, 1981.